Me toca hoy hablar de uno de los
sacramentos más bellos y en los que la misericordia infinita y el amor que Dios
nos tiene se manifiesta de una manera más patente y más bella; el sacramento de
la reconciliación. Y es que los cristianos no tenemos un Dios justiciero,
implacable en su castigo ante nuestras ofensas; tenemos un Dios que nos ama
tiernamente, y que nos ama tanto que a pesar de ser Dios y nosotros unas
simples creaturas, está dispuesto a perdonar cualquier ofensa por grave que
sea, con tal de que nos arrepintamos de corazón y se lo pidamos ante el
sacerdote, que es representante suyo en la tierra. Y es que así lo dijo
Jesucristo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados les
quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos”.
Porque quien ofende a una amigo al que ama o a un familiar muy querido, ¿no va a pedirle disculpas aceptando para ser perdonados las condiciones que el ofendido imponga? Pues depende de cuánto le amemos. Resulta además que cuando pedimos disculpas a alguno de nuestros semejantes no tenemos seguro el hecho de ir a ser perdonados, en cambio Dios siempre perdona, con la condición de hacer examen de conciencia, tener dolor de los pecados, propósito de enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia. ¿Por qué, entonces, si Jesucristo mismo nos muestra que Dios está dispuesto a perdonarnos instituyendo con palabras tan claras el sacramento de la reconciliación, nos cuesta tanto acercarnos a un confesionario? La respuesta es triste: por falta de amor a Dios y exceso de amor a nosotros mismos.
Me da pena pensar en los que se pierden aquellos que no se acercan con frecuencia a un confesionario. Y conste que durante muchos años yo fui una de esas personas. La alegría de saberse perdonado, limpio de toda mancha y curado de toda herida, me resulta difícilmente descriptible. Solo puedo decir que para mí es como respirar aire limpio en una mañana nueva.
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