A veces no somos conscientes de
que hay unos ojos que no nos quitan ojo y un corazón que conoce nuestro corazón
hasta lo más íntimo y recóndito. Podemos engañar al hombre, pero nunca podremos
engañar a Dios. A la confesión y a la oración no podemos ir con mentiras,
porque el Señor ve en lo escondido.
Si supiéramos lo que significa
realmente el pecado nos horrorizaríamos. Si lográramos comprender lo que supone
pecar, jamás nos lo permitiríamos. El pecado es un acto, omisión, pensamiento o
palabra, que nos desvía del plan de Dios, que impide o dificulta que el Señor
lleve a cabo su plan en nosotros. El pecado grave nos desvía gravemente, pero
el pecado venial es también ofensa a Dios, desconfianza en El y deseo de
superponer nuestros propios objetivos a los del Señor. También nos va
apartando, aunque sea poco a poco.
Todo el mundo es consciente de lo
terrible que resulta el pecado mortal. Lo malo, lo peligroso del pecado venial
es que va envenenando al alma poco a poco, gota a gota, si no se tiene
costumbre de acudir cada cierto tiempo al sacramento de la reconciliación o no
se le da la importancia suficiente porque al fin y al cabo, solo es un pecado
venial. Va envenenando el alma inconscientemente, va cambiando nuestra
mentalidad y minando nuestra moralidad hasta que a nuestro modo de ver, lo
venial ya no es pecado y lo mortal no es tan grave. Nos va inclinando cada vez
más al pecado, a la ofensa a Dios.
Por eso hay que acudir a la
reconciliación, no solo regularmente sino con alma de niños. Con humildad y
sinceridad, poniéndonos en manos del Señor y reconociendo nuestros pecados sin
tapujos y sin falso orgullo. Sabedores de que el Señor, que ve en lo escondido,
ve también la sinceridad de nuestro arrepentimiento. Y si nuestro
arrepentimiento y nuestra intención de rectificar son sinceros, Dios nos
tenderá la mano.
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