Porque no tendremos mérito alguno
si amamos solamente a quienes nos aman. Esto es fácil; esto lo hacen hasta los
publicanos y fariseos, quienes no aman a Dios más que a sí mismos. Pero si nosotros
somos hijos de Dios, entonces lo que nos distingue de ellos es el Amor; el Amor
incondicional y definitivo. No soy cristiana pues, por amar a mis amigos, a los
que me caen bien… Soy cristiana por amar al que me hace el mal, al que no
quiere saber nada de mí, al que me pone una zancadilla en el trabajo, al que no
me ama. Y soy cristiana por eso ya que Cristo, mi redentor, me amó hasta la
muerte. Hasta su muerte por nosotros, hasta su muerte por aquellos que le ofendieron
y no le reconocieron, por aquellos que en
cambio sí le siguieron y le creyeron, por aquellos que se dispersaron en su
Pasión, quienes le negaron hasta tres veces, quienes le traicionaron y quienes
le crucificaron. Y en su Amor Infinito perdonó e imploró hasta el último
momento “Señor, perdónalos porque no
saben lo que hacen”.
Amor y perdón van unidos de la
mano. Por eso cuando nos preguntamos hasta cuánto debemos perdonar, la
respuesta la hallaremos mirando al Cristo crucificado y encontraremos en su
cruz la medida de nuestro Amor. “Hasta setenta veces siete”, nos dice. Ama a tu
hermano como a ti mismo y “en esto reconocerán que sois mis discípulos”.
Perdona a tu hermano como te perdonarías a ti mismo. “Perdono, pero no olvido”,
pues entonces no eres cristiano. Perdonar para un cristiano es olvidar, poner
la otra mejilla para que te la vuelvan a herir. “Al que te quiera llevar a
juicio para quitarte la túnica, déjale también el manto” (Mt 5, 40). Es no
discutir con el injusto a riesgo de cometer su misma injusticia. Deja para él
sus injusticias y gánate tú el Reino de Dios.
Glorifica, por tanto, a tu Dios y
ama a tus hermanos. Y no te preocupes por nada más.
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