"Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, pues es Cristo el que vive en mi" (Gal. 2, 19-20)

sábado, 14 de septiembre de 2013

AMAD A VUESTROS ENEMIGOS



Porque no tendremos mérito alguno si amamos solamente a quienes nos aman. Esto es fácil; esto lo hacen hasta los publicanos y fariseos, quienes no aman a Dios más que a sí mismos. Pero si nosotros somos hijos de Dios, entonces lo que nos distingue de ellos es el Amor; el Amor incondicional y definitivo. No soy cristiana pues, por amar a mis amigos, a los que me caen bien… Soy cristiana por amar al que me hace el mal, al que no quiere saber nada de mí, al que me pone una zancadilla en el trabajo, al que no me ama. Y soy cristiana por eso ya que Cristo, mi redentor, me amó hasta la muerte. Hasta su muerte por nosotros, hasta su muerte por aquellos que le ofendieron y no le reconocieron, por aquellos que  en cambio sí le siguieron y le creyeron, por aquellos que se dispersaron en su Pasión, quienes le negaron hasta tres veces, quienes le traicionaron y quienes le crucificaron. Y en su Amor Infinito perdonó e imploró hasta el último momento “Señor, perdónalos  porque no saben lo que hacen”.

Amor y perdón van unidos de la mano. Por eso cuando nos preguntamos hasta cuánto debemos perdonar, la respuesta la hallaremos mirando al Cristo crucificado y encontraremos en su cruz la medida de nuestro Amor. “Hasta setenta veces siete”, nos dice. Ama a tu hermano como a ti mismo y “en esto reconocerán que sois mis discípulos”. Perdona a tu hermano como te perdonarías a ti mismo. “Perdono, pero no olvido”, pues entonces no eres cristiano. Perdonar para un cristiano es olvidar, poner la otra mejilla para que te la vuelvan a herir. “Al que te quiera llevar a juicio para quitarte la túnica, déjale también el manto” (Mt 5, 40). Es no discutir con el injusto a riesgo de cometer su misma injusticia. Deja para él sus injusticias y gánate tú el Reino de Dios.

Glorifica, por tanto, a tu Dios y ama a tus hermanos. Y no te preocupes por nada más.

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