De nuevo nos hemos plantado sin
darnos cuenta en Navidades. Y con ellas nuevas celebraciones en nuestra
parroquia, en nuestra casa, en casa de los amigos. Todas ellas con un
denominador común; un protagonista principal muy especial que es Nuestro Señor
Jesucristo.
Porque eso es lo que celebramos
en estas fiestas de Navidad; el nacimiento del niño Dios en el portal de Belén,
que se hizo hombre igual que nosotros excepto en el pecado, para redimirnos.
Que vino al mundo en estas fechas para estar con nosotros y hacernos el
maravilloso regalo de la Salvación, a través de su pasión y muerte en cruz.
¿Habría sido posible hacerlo de otro modo? Por supuesto que sí; para Dios nada
hay imposible. Podría habernos salvado en la distancia, pero en su infinito
amor quiso compartir con nosotros nuestra naturaleza, hacerse uno de nosotros y
salvarnos a costa del sacrificio de su pasión y muerte en cruz. “Nadie tiene
mayor amor que el que da la vida por sus amigos”. (Jn 15, 13)
Exactamente ese es el sentido de
la Navidad. No celebramos a los Reyes, aunque sea una bonita tradición con
larga raigambre en nuestro país (y donde estén los Reyes que se quite Santa
Claus), por supuesto mucho menos celebramos a Papá Noel (vestido de Coca Cola
mucho menos), ni son esenciales los regalos, ni se identifica con eso que
llaman el “espíritu de la Navidad” (lo que quiera que sea), ni es un momento
especial para reunirse cada cual con los suyos, ni la Navidad eres tú como dice
el anuncio. La Navidad es la fiesta del nacimiento de Jesucristo, como nos
enseñaban muy bien enseñado en el cole. ¡Y no existe mejor regalo! Pero poco a
poco hemos ido perdiendo ese sentido de la Navidad y la hemos ido paganizando.
Y hay hasta algunos que hablan de la navidad civil… ¿Navidad civil? ¿Os
imagináis fiesta de fin del Ramadán civil? Seguramente no. Normal.