Últimamente oigo mucho decir que
la Iglesia ha de evolucionar y ha de adecuarse a los tiempos. Interpretar los
signos de los tiempos ha sido una máxima en la Iglesia, sobre todo desde el
Concilio Vaticano II. Hay muchos campos en los que se puede evolucionar: el
lenguaje y la expresión de la fe, la forma de evangelizar (“hacer lío”). Ante
el hombre nuevo, la Iglesia se tiene que plantear nuevos retos, porque no se
puede quedar enquistada en el pasado. Pero, ¡cuidado!, hay cosas que la Iglesia
no puede hacer le pese a quien le pese.
Lo propio de la Iglesia es
defender la verdad de Dios revelada en las Escrituras por Cristo y enseñada por la Tradición viva de la Iglesia. Esa verdad no
es equívoca ni cambiante; es única y es eterna. Seguirá siendo la misma por
mucho que se alcen muchas voces, incluso de dentro de la propia Iglesia, en
contra. Y nuestra obligación es seguir defendiéndola, porque la verdad
fundamental de Dios y sus enseñanzas morales ni se venden ni se cambian. Al fin
y al cabo esa es una nota característica de toda verdad. Por ejemplo; por mucho
que una sociedad en pleno se empeñe en decirme que el caballo blanco de
Santiago es negro, yo lo seguiré viendo blanco aunque no esté de moda. Porque
es blanco. Aunque me persigan. Nadie nos dijo que el camino de un católico
tuviera que ser fácil.
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